Anatomía del pavé: de Flandes a Roubaix

Los aficionados al ciclismo amamos los adoquines. Desentrañamos la intensa y extraña relación que existe entre estos simples trozos de piedra y el mundo de la bicicleta. Cómo un objeto tan simple puede convertirse en un elemento tan simbólico para el imaginario ciclista en carreras como París-Roubaix y el Tour de Flandes.

Se hace raro adorar un objeto así. Se trata de un gran bulto de piedra gris que está colocado junto a otros mil grandes trozos de piedra gris. Es inanimado y poco dinámico. Y, sin embargo, los aficionados al ciclismo amamos intensamente el adoquín. Incluso lo veneramos y lo convertimos en fetiche. Para nosotros, esconde un significado secreto y evoca el miedo, el asombro y la emoción. 

Una historia en cada piedra

La mayoría de las veces, cuando pensamos en las carreras clásicas con pavé no solemos pensar en la gran cantidad de tipos de adoquines, guijarros y piedras con cantos rodados que existen y que han servido para pavimentar el terreno. El adoquín —roca extraída y cortada en cuadrados o rectángulos— es el equivalente al cobble en inglés, al pavé francés e italiano y el kasseien en flamenco. Por el contrario, el guijarro es recogido de los lechos de arroyos y ríos y se usa en su forma natural. En ambos casos, el resultado de combinarlos infinitamente sobre la arena, es el pavé. 

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En el caso de Roubaix y Flandes los adoquines son piedras cortadas que proceden casi exclusivamente de las canteras de Lessines, a unos kilómetros al sur de Geraardsbergen. Allí se extrae piedra de pórfido desde 1862. Una vez que los lugareños comprobaron que su dureza y durabilidad la hacían perfecta para la construcción de carreteras, pronto los bloques grises de Lessines cubrieron las calzadas de todo el norte de Europa, incluidos los caminos agrícolas que hoy vemos en la París-Roubaix. 

Los comerciantes belgas que partían de Amberes con destino a Estados Unidos añadían los adoquines a la panza de su barco vacío como lastre, y los sustituían en el puerto de Nueva York con las mercancías que traían a Europa. En consecuencia, los adoquines pasaron a conocerse en Estados Unidos como Belgian blocks. Actualmente, no tienen demasiada demanda, más allá de las reconstrucciones y su uso en la producción de grava para obras de infraestructuras como el túnel del Canal de la Mancha, las obras del Delta en los Países Bajos y las líneas de tren TGV que atraviesan Francia. 

El legado de los romanos

Los romanos fueron la primera civilización que diseñó y construyó carreteras de forma sistemática. Antes ya existían calzadas y caminos empedrados, como en Mesopotamia, Babilonia y Creta, pero eran principalmente sendas ceremoniales que conectaban palacios y templos. Para los romanos, las carreteras eran parte integral de su imperio; en su apogeo, su red se extendía por más de 80.000 kilómetros a través de Europa y Asia Menor.

Los constructores romanos establecieron el estándar en la construcción de carreteras, y después de la caída del imperio, pasó más de un milenio hasta que las calzadas volvieron a tener un aspecto tan bueno. Durante la Revolución Industrial, los ingenieros experimentaron con diversas combinaciones de arena, grava, rocas, betún e, incluso, madera. En el norte de Europa, el drenaje era un problema habitual. También lo era la durabilidad. En la segunda mitad del siglo XIX, la proliferación de la bicicleta fue el catalizador de un resurgimiento de la construcción de carreteras.

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Los adoquines eran el material dominante, y el asfalto se utilizaba solo ocasionalmente. Estas piedras de cantera, colocadas en la arena y con un trazado estrecho, proporcionaban superficies resistentes, bien drenadas y relativamente lisas para los ciclistas, los caballos y los primeros automóviles. Bélgica estaba en el epicentro de una explosión sostenida de la construcción de carreteras. Los muchachos de Lessines estaban muy ocupados.

Construyendo el mito

Hoy en día equiparamos la París-Roubaix y el Tour de Flandes, las dos carreras ciclistas de pavé más famosas, por sus adoquines, aunque nacieron de forma muy distinta. La París-Roubaix se concibió en 1896 como un modo de promocionar el recién construido velódromo de Roubaix. La carrera tuvo un éxito inmediato, en gran medida por el cierto toque de imprevisibilidad que daban los adoquines en un estado de deterioro avanzado al sufrir un gran uso por parte del tráfico industrial y agrícola.

En el caso de De Ronde, nació como un ejercicio de construcción nacional. En 1913, cuando se celebró la primera edición, Flandes era más débil y menos próspera que su vecina Valonia. Los fundadores, Leon Van de Haute y Karel Van Wijnendaele, querían crear una carrera que uniera las zonas de habla flamenca y sirviera de símbolo para el resurgimiento de la región. Nadie la llamaba entonces la Clásica de Pavé. De hecho, rodar sobre adoquines probablemente parecía el colmo del lujo comparado con los caminos de tierra que había en otros lugares.

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El punto de inflexión llegó a mediados del siglo XX. El organizador de París-Roubaix, Jacques Goddet, estaba horrorizado por la deriva de la carrera en la década de los sesenta. No quería una prueba rápida sobre carreteras asfaltadas, así que en 1968 envió a su colega Albert Bouvet a la campiña francesa con la misión de encontrar más adoquines. En lugar de perder el tiempo conduciendo sin rumbo, Bouvet conocía al hombre al que debía preguntar: Jean Stablinski. El Campeón del Mundo en ruta en 1962 había trabajado en las minas de carbón de Arenberg y conocía la zona como pocos. Le mostró muchos kilómetros de carreteras empedradas poco conocidas, incluida el Trouée d'Arenberg.

De Ronde también tuvo su evolución. En 1913, un tercio del recorrido estaba adoquinado. Después de la Segunda Guerra Mundial, muchas de estas carreteras se pavimentaron con asfalto. Preocupados por la posibilidad de que las carreteras modernas acabaran con su carrera, los organizadores se lanzaron a la búsqueda de más tesoros de pórfido. Resultó ser un ejercicio fructífero: entre otros, descubrieron el Muur van Geraardsbergen, el Bosberg y el Oude Kwaremont. Ahora los adoquines son atracciones turísticas y están protegidos por la legislación gubernamental.

Como una película de época

Nos encantan las clásicas adoquinadas porque provocan en nosotros una compleja respuesta emocional, al igual que las etapas de montaña de las grandes vueltas. Ya sea por las piedras deformadas o las subidas empinadas, estas carreteras causan un sufrimiento evidente en los corredores. ¿Acaso no nos deleitamos todos viendo las fotografías del manillar manchado de sangre de Lizzie Deignan en 2021? Los adoquines exigen un manejo excelente de la bicicleta, una de las razones por las que nos gusta observar a los profesionales. También está implícito un elemento de suerte. Puede que no queramos admitirlo, pero esta circunstancia nos atrae. 

Nuestra respuesta emocional es líquida. Nos compadecemos de los pobres ciclistas a la vez que deseamos que pasen por ese infierno. Hoy en día, las clásicas de pavé han superado la locura, son como el cine de época. No es casualidad que los caminos empedrados estén cerca de Flanders Fields, los campos de batalla franceses de la Primera Guerra Mundial. Forman parte de un paisaje que ha cambiado poco en 150 años. En el velódromo de Roubaix, el ganador alza su trofeo: un adoquín. Es un premio humilde, aunque pesado. Los adoquines nos conectan con nuestro pasado colectivo. Representan el paso del tiempo, la resistencia y la valentía.

*El texto completo lo puedes encontrar en VOLATA#32

 

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